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El Niño del camino




Cierta ocasión, como acostumbraban, Filomeno y Narciso habían ido a la fiesta de Bella Fuentes.

Eran cerca de las tres de la mañana y cabalgaban alegres de regreso al Molino, un pequeño poblado del Municipio de Coeneo en el estado de Michoacán.

El
antigua camino que en tiempos de las haciendas comunicaba la de Bellas
Fuentes con la del Molino, ahora quedaba casi olvidado y del empedrado
de antaño solamente quedaban algunas porciones. A las orillas de este
se observaban las gruesas cercas de piedra y abundantes matorrales
arbustos y hierbas.

Los tejocotes y los granjenos
daban un toque especial a la noche con las sobras proyectadas sobre las
cercas con la luz de la luna. No era en realidad una noche obscura,
sino más bien una noche de luna llena.
Ellos eran amigos inseparables de parranda y no había fiesta patronal de los poblados cercanos a la que faltaran.
Les gustaba el pulque y la charanda,
mas si era regalado -cosa que era fácil encontrar en ese tipo de
fiestas- por lo que ese día les había ido muy bien y su alegría se
dejaba escuchar en sus canciones desafinadas pero alegres, llenas de la
picardía propia de un borracho.

Se acercaban a los gigantes, dos
añejos eucaliptos que aun se pueden ver hasta la fecha cerca de la Agua
Blanca, lugar donde el camino de la antigua haciendo se había
convertido en un llano a los lados de una vereda polvorienta hecha por
las vacas que acudían a beber agua por las tardes. Ese antiguo camino estaba limitado por una gruesa cerca de piedras a ambos lados, sin embargo allí dejaba de ser gruesa para convertirse en una cerca simple.

De pronto, los caballos empezaron a relinchar nerviosos,
negándose a momentos a continuar el camino. Ellos no lo entendían y
solamente se limitaban a proferir maldiciones a las flacas y desnutridas bestias.

-compadre, ¿escuchas lo mismo que yo? -pregunta Filomeno.

-Si compadre, parece ser el llanto de un niño -respondió Narciso.

válgame Dios, que gente tan desalmada se puede atrever a abandonar a una criatura en este lugar! ¿ves ese bultito?, ¡Pobre chiquillo! -continuó Filomeno.

Los borrachos pero buenos compadres de dirigieron a tomar el pequeño fardo y cariñosamente lo tomaron entre sus brazos.

-Compadre, ¡no podemos dejarlo aquí! gritó Filomeno.

-¡Pero qué vamos a decirle a las viejas, pensarán que uno de nosotros es el padre del chilpayate y las que se nos va a armar! -replicó Narciso.

-¡Pues sí pues, pero ni modo de dejarlo aquí a que se lo coman los coyotes o se muera de frío! -contestó Filomeno.

-Ya ni la friegan estos cabrones que lo abandonaron -maldice Narciso quitándose el sombrero.

Los
caballos se encontraban sumamente nerviosos intentando escapar y su
relinchar era insoportable. Subieron de nueva cuenta a ellos y
emprendieron el viaje sin embargo de un momento a otro, la calma y
tranquilidad que sentían se convirtió en un escalofrío inexplicable que
les recorrió de la nuca hasta la espalda y un presentimiento se apoderó
de ellos y escucharon que el bebé balbuceaba algo para luego hablar de
forma clara:

-¡Papás, papás!

Era inexplicable… imposible… un niño recién nacido no podía hablar.

Pararon a los caballos para ver que sucedía y levantaron la manta que cubría su cara.

-Papás, miren mis dientitos -repitió el pequeño.
Al
inclinarse los compadres y descubrir su cara, sus rostros se llenaron
de pavor, de un miedo inexplicable: El bebé había dejado de serlo
para dejarse ver como un pequeño con ojos enrojecidos, la piel peluda y
la cara llena de arrugas con una sonrisa macabra que dejaba ver dos
hileras de dientes puntiagudos como sierra que se entrelazaban entre sí.
Por
instinto lo soltaron y subieron penosamente a sus bestias que casi
escapaban dejándolos ahí e iniciaron el galope. El niño seguía pegado
con sus dientes a la cola de uno de los caballos y se seguía escuchando:

-¡Papás, no me dejen, llevenme con ustedes, miren mi dientitos!.

Al
llegar a la desviación del camino, donde continua al mezquite y la otra
desviación conduce al molino, el pequeño pegó sobre la saliente de un
tronco y se escuchó un agudo chillido y un llanto lastimero.
Los caballos continuaron su carrera y los compadres habían cambiado su borrachera por el miedo.

No
quisieron contar esto por temor a las burlas, aunque lo que sí es
seguro es que jamas volvieron a sus fiestas y se desprendieron para
siempre del pulque y la charanda haciéndose unos padres excelentes y esposos cariñosos.
Cultivaron su amistad hasta la muerte.

La Ciudad Cercana


 

 

Con el discurrir de los años tuve que dejar mi pueblo del estado de Michoacán pues había que estudiar.

Así transcurrió el tiempo, y la vida de un muchacho pueblerino tenía que cambiar por completo en un campo de asfalto y, aunque Morelia es una ciudad donde su gente conserva aun mucho del comportamiento propio de un pueblo, me cambió la forma de percibir las cosas. Sin embargo, lo que nunca cambió, fue el deseo constante de regresar al pedaso de tierra donde transcurrió mi infancia, entre caminos polvorientos, canto de aves y unos pies descalzos aunque, casi siempre fui feliz por la libertad con qué se vivía en ese entonces.
Quise pasar el fin de año con mis padres, por lo que tomé mi mochila, empaque un pantalón, mis pantuflas, una playera, mi cámara fotográfica y tomé el autobús que me llevaría hacia la ciudad cercana.

Había un sinfín de gente que presurosa alguna y otra con la calma usual propia de una ciudad pequeña, compraba lo necesario para la noche de fin de año.
Compré yo también algo para llevar a mis padres, con el deseo de ver contentos a esos dos viejos cuyos rostros y cuerpo dejan ya ver que los años terminan con la fortaleza, la que pensamos que siempre hemos de tener cuando somos jóvenes llenos de energía, esperanzas e ilusiones y que nunca pensamos que el tiempo y el futuro termina por alcanzarnos.

Tomé el camión ya viejo y destartalado, aquel que acostumbra llevarme a mi pueblo y que era seguro me llevaría hasta esos caminos tanto recordados por mí y hacia esos viejos que tanto quiero.
El camino, antaño de tierra y ahora asfaltado traía a mi mente los recuerdos de mi infancia, y de vez en vez me arrancaba hondos suspiros al recordar aquella infancia feliz y amarga a la vez, de ilusiones a veces no cumplidas o cumplidas otras veces.
Pasé una noche tranquila con ellos, entre pláticas de qué pasaba con nuestras vidas, de los viejos tiempos juntos y de las personas que recientemente habían dejado de ver esos campos tan queridos por mí para siempre.

El regreso a Morelia fue un poco complicado: Primero, el camión que me llevaría a la ciudad más cercana no pasaba, por lo que decidí recorrer una vez más el viejo sendero y aprovechar así para sacar algunas fotografías que se me hicieran interesantes sin embargo, al intentar hacerlo, me di cuenta que se había descargado la cámara y no traía pilas de repuesto. Llegué a la carretera después de media hora.
Todo era una intensa calma inusual, el transporte era escaso y me inundaba una gran desesperación por la duda sobre si podía tomar un carro que me llevara a la ciudad cercana donde tomaría el autobús de regreso a Morelia.

Cuando logré hacerlo -que por cierto fue el de mi pueblo que terminó alcanzándome- ya estaba desesperado por la larga espera, y respiré hondo y con alivio cuando lo vi llegar. Ya en la ciudad cercana tomé el autobús de regreso: Lo vi mas lleno de lo normal, con la gente que también regresaba después de haber estado la noche de año nuevo con su gente que quedaba en sus antiguas tierras.
Así emprendí el retorno, entre nostalgia y recuerdos.

En uno de tantos pueblos que bordean la carretera, subió una señora de gruesas carnes -En realidad de muy gruesas carnes- que seguramente por su gula excesiva -traía consigo un gran plato de tacos y un refresco de lata- tenía que cargar con un peso adicional al que seguramente su cuerpo debería tener y condicionaba en ella un lento caminar, pausado y dificultoso. Pensé para mis adentro: Chin…¿ y ahora?.
Hasta entonces había ido cómodo y tranquilo admirando el paisaje que durante más de 20 años cotidianamente veía, pero que sin embargo, cada vez me daba la impresión que era diferente y nuevo ante mis ojos. -¿Va ocupado? -me pregunta. -Puede sentarse- le respondí- pero lamentando mi mala suerte.

Desde el momento en que puso su gran trasero en el asiento dejó de ser un viaje placentero para convertirse en un viaje incómodo y pesado. De vez en vez la señora se ponía de lado, aventando hacia mí esas grandes caderas que me arrinconaban más hacia la ventanilla y, como no tenía a donde hacerme, pues tenía que disimular que todo era comodidad, aunque estaba comprimido entre la pared del autobús y una inmensa humanidad, a tal grado que mi cuerpo ya se sentía lleno de dolor y calambres por todas partes.
Llegué a Morelia procedente de esa ciudad cercana y de una tierra y unos padres diariamente añorados. Tomé mi mochila, bajé del autobus -obvio, después de que mi acompañante bajó primero- y pausadamente caminé hacia afuera de la terminal.

Me paré en espera de una combi que me llevara a casa y ví un pequeño perrito de los llamados french poodle o algo así.
Me inspiró mucha ternura y me recordó a mi perro de la niñez, el que tanto caminó conmigo y que un día en su vejez murió sin tenerme a su lado.
Lo llamé pero siguió con su caminar vivaz.

Tenía un collar y parecía como que de vez en cuando le habían cortado y arreglado el pelo, por lo que imaginé que un día se perdió y ahora vagaba solo y convertido en un perro de la calle. Lo observé detenidamente. Dio la media vuelta y se paró a la mitad de calle donde lentamente pasaba un taxi.
Yo estaba seguro que el taxista pararía su marcha pues era claro que lo veía y de eso no tenía duda alguna, así que no hice nada por evitar que lo arrollara.
De pronto escuché horribles ladridos y chillidos de dolor y mi sangre quedó helada: Vi como las ruedas del taxi pasaban sobre este.

El perrito lloraba de dolor, se paró y asustado corrió intentando escapar: Parecía como que no le había pasado nada serio pero ya no tuve oportunidad de ayudarle pues se perdió allá a lo lejos de una cerca de alambre y cemento.
Lamenté no haberlo podido ayudar y también su infortunio; me pregunté porque hay tanta gente sin sentimientos o que gozan con el sufrimiento ajeno, me pregunté de la existencia de maldad. Pensé en lo contradictorio de las cosas: Unos transitan la vida solos, y dueños solo de sus necesidades. Otros con su gente viviendo una vida tranquila y sin problemas; unos tienen qué comer en abundancia y otros mueren en la pobreza más absoluta y dolorosa, en la soledad más triste y siendo arrollados por otros que tienen todo, incluso que les sobra maldad e insensibilidad.

Una Broma Mortal


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Don Pedro era un señor bromista, que pocas veces daba seriedad a las cosas, incluso a esas cosas que suelen ser muy importantes.
De
piel morena y abultado abdomen, seguramente porque le encantaba el
pulque, pues era cotidiano verlo cada sábado por la tarde bromeando con
sus amigos.

Uno de ellos era el Chinchol, hombre
delgado y de cara abotagada por el alcohol cuya costumbre era dormir en
los portales de mi pueb
lo, tirado en el piso empedrado abrazando una botella de alcohol de 90 grados revuelta con refresco a lo que el había puesto el nombre con el que a este le llamaban.

Cierto
día, don Pedro caminaba con su viejo burro a orilla del arrollo y al
llegar al puente encontró a Chinchol sentado bajo un fresno.

Su
embriaguez no era completa, pero se lamentaba de no poder curarse del
todo la resaca del día anterior, aunque en realidad, todos los días era
lo mismo.

-Buenos días Pedro,¿ a donde vas con tu pariente?- pregunta.
-Voy
a cortar pasto para mis vacas, veo que no tienes dinero que te ayude a
comprar tu chinchol ¿verdad?-le responde. – si me ayudas a cortarlo te
lo compro yo.

Benjamín que en realidad se llamaba
así el borrachín, aceptó contento y de buena gana, por lo que, para
cerrar el trato, primero se fueron a la tienda de Juan y compraron el
tan preciado líquido.

Se
fueron bromeando, y de vez en cuando Pedro le daba un golpe en la
cabeza con la mano extendida, a lo que Benjamín correspondía con una
pequeña carrera, para parar de pronto y aventarle una patada en las
piernas al dueño del jumento.

Así se fueron caminando entre golpes, bromas y carcajadas.
Llegaron a donde debían llegar, Pedro se fue a sentar a la orilla de un vallado y el borrachín tomó la hoz y empezó a cortar.

De pronto, el Chinchol pegó un grito mezclado con una risa de temor.
– Qué pasa- preguntó Pedro.
-¡Pues que no ves hombre,casi me pica!.
-¡Válgame Dios, pero si es un hocico de puerco!.

Así
se le llama a una una serpiente de mi tierra cuya mordedura es muy
venenosa y rara vez, una persona se salva de la picadura, más porque en
ese entonces no había médico y para ello era necesario ir hasta la
ciudad de Zacapu, lo que dado el tiempo que se tomaba para ello y el
veneno de la serpiente, las probabilidades de sobrevivir no eran buenas.

Por
fin, entre risas y gritos, Chinchol termina por cortarle la cabeza. Era
una serpiente de un metro de larga, bastante grande para el tamaño que
suelen crecer.

terminaron de cortar el pasto y don Pedro decide jugarle una broma a su esposa.
Ató la serpiente con un cordel a la cola del burro y se fueron bromeando hasta el pueblo y luego a su casa
A llegar a esta, escondió la serpiente entre la carga de pasto y pidió de cenar a su mujer; luego, se fueron a la cama.
Cuando
vio que su esposa dormía, pensó: Voy a sacarle un buen susto a mi
vieja, ya me imagino el día de mañana cuando se levante a prender el
fogón el susto que se va a llevar.

Eran las dos de
la mañana, se levantó cauteloso y de puntillas para no despertarla e
imaginando el grito y la cara que pondría su mujer. Llegó a la carga de
zacate que guardaba cerca del corral de las vacas, la tomó y llegó a la
cocina.

El fogón estaba al fondo del tejado que hacía
de cocina, era de tierra bien enjarrada con un ancho comal de barro,
semejaba una meza. A los lados y pegados a la pared había tres bancos
también de tierra enjarrada y tanto el fogón como los banquillos
estaban cubiertos de ladrillos.

La ceniza ya estaba
fría y la señora todas las mañanas se levantaba al molino, después
sacaba esta con las manos, prendía el fogón y hacía las tortillas al
tiempo que al lado ponía una olla para hacer atole de maíz y freía los
frijoles.

Se regresó de nuevo a la cama y se puso a dormir tranquilamente.

A la mañana siguiente se levantó la esposa al molino y media hora después estuvo de regreso.
Metió la mano bajo el comal para sacar la ceniza y pegó un grito.
Don Pedro entre carcajadas se levantó y corrió a la cocina, jactándose de que su broma hubiera salido como lo había pensado.

Sin embargo quedó helado cuando vio que su esposa en realidad había sido mordido por la serpiente.
No podía creerlo, la había dejado bien muerta. Además, ¡cómo iba a poder picar sin cabeza?.
No tuvo tiempo de hacer nada pues en lo que pedía ayuda para que fuera trasladada a recibir atención médica su esposa murió.
Llorando arrepentido de lo que había hecho rompió el comal.
La
serpiente que él puso en el fogón en realidad estaba muerta, pero allí
estaba otra más completamente viva, era la pareja de la serpiente
muerta que siguiendo el rastro de esta había llegado buscándola hasta
encontrarla y permanecía allí con ella.


El jinete


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Corría el año de l982 y yo era un muchacho deseoso de vagar por las tardes de fiesta en fiesta de cada pueblo vecino al mío.
Cierto día fui con Enrique a un poblado cercano pues era la fiesta mas importante de allí.
Pasamos
la tarde y el inicio de la noche con cuatro amigos de ese lugar entre
bromas y uno que otro piropo lanzado a las muchachas que pasaban
sonrientes cerca de nosotros.
De regreso a casa, dimos rumbos a nuestros pasos por una vereda que cruzaba una colina entre barrancas.
Eran
las 11 más o menos y casi a punto de descender, habiendo caminado
durante aproximadamente una hora, se acercó a nosotros un jinete.
La
noche era clara e iluminada por una hermosa luna llena. El viento frío
silbaba al chocar con los granjenos dispersos en un llano seco del el
mes de mayo.
-¿A donde van? – preguntó con una voz ronca casi musitante.
-Vamos a la Hacienda del Molino -respondimos un tanto temerosos como es normal en jóvenes de esa edad.
-Qué bien muchachos, ojalá se hayan divertido. ¿Vienen de Tiríndaro verdad? – Vuelve a preguntar.
– Sí, ya era tarde y debíamos regresar –constestamos.
El jinete se acercó un poco más y nos miró con una mirada tan fuerte y penetrante que nos provocó un leve escalofrío.
-Tienen
suerte al regresar temprano, tal vez si hubiesen esperado un poco mas
no lo hubieran hecho. ¡Mañana entenderán estas palabras!
No
comprendimos lo que nos dijo en ese momento y solo atinamos a reanudar
el descenso por la barranca para llegar a nuestro pueblo.
Al día
siguinte supimos que tres de nuestros amigos habían muerto al
derrumbarse una barda de la plaza y setimos que se repetía el
escalofrío de la noche anterior.

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Egoismo y Ambición


Pimenio estaba molesto y defendía con vehemencia y pasión lo que planteaban sus coterraneos.

Habían acordado una reunión con representantes del pueblo de la Calabaza a las orillas de la pequeña laguna y su petición era un poco exagerada.

Un día antes habían hecho una asamblea general en el pueblo donde acordaron que en caso de que los de la Calabaza no aceptaran dar arena a todos los pobladores cuando la necesitaran para hacer sus construcciones ellos les cortarían el agua.

La Calabaza fue un poblado cuya riqueza mas importante era su cerro de arena que le daba prosperidad con la venta de esta a los pueblos vecinos y pertenecía a lo ejidatarios de ese lugar, es decir, al pueblo. El problema de esta población  es que dependían por completo del agua de la tierra de Pimenio quienes la bombeaban cada tercer día.

 La tierra de Pimenio era un pequeño poblado con dos comunidades y cada cual con su ejido, antiguamente con otro nombre por la hacienda que existió en el lugar, donde en ese entonces se molía el trigo de la región.

Los de la Calabaza no aceptaban la propuesta de los de la tierra de Pimenio y solamente estaban dispuestos a darla para obras colectivas ¿Cómo iban a darle arena a todos los del lugar si aun a los de la calabaza les costaba, aunque
fuera un precio simbólico?

-¡Entonces, querido don Tacuache, desde el día de hoy no tendrán agua pues desconectaremos las bombas y destruiremos la tubería!- gritó Tarcicio a don Quirino quien respondió a la mención de su apodo con un puñetazo en la boca.

Fue tal la fuerza del golpe que recibió este patriota defensor que su humanidad regordeta y morena fue a caer cual ancho era dentro de la laguna que había sido la Taza de la hacienda de don Lalo, armándose así un zafarrancho de tal magnitud que los de la arena salieron corriendo a toda velocidad ante la enardecida y ventajosa multitud de los dueños del agua y de las bombas.

Al no tener de donde abastecerse de
agua, los de la calabaza se vieron obligados a contratar una compañía que
les ayudara a encontrar una corriente subterranea para perforar un pozo
por lo que al cabo de un mes perforaron no solo uno sino tres.

Mientras era buscada la corriente y se perforaba para llegar a ella, dominaron la sed y sus necesidades comprando pipas de agua de Buena Mira, otro poblado cercano que también tuvo una hacienda: era cara pero no tenían otra opción.

Los del pueblo de Pimenio destruyeron las bombas y quitaron la tubería que atravezaban el cerro que separaba su ranchería con el pueblo de la arena.

Pasaron los meses y el pueblo de la Calabaza cambió por completo su aspecto: Se hizo un pueblo de hermosos llanos y jardines e inició con el cultivo de parcelas de riego desechando en gran parte los cultivos de temporal.

Sin embargo algo extraño estaba ocurriendo en el pueblo de las bombas destrídas:


Los niveles del agua descendían de forma alarmante y empezó la escasez unos meses después. No se lo explicaban.

Corrió el rumor de un castigo divino por haber negado dar lo que tenían y
lamentaban que ahora el pueblo de la arena tuviera tanta y ellos un poco mas que nada.

El pueblo antes lleno de verdor se convirtió en un lugar árido y el que antes no tenía agua ahora la tenía en abundancia.

Los de pueblo de la Calabaza habían perforado tres pozos que extraían el agua de una corriente subterranea que daba vida y abundancia a los manantiales del pueblo de Pimenio, pero ahora, al extraerse esta antes de salir en los manantiales del pueblo de agua, disminuía el caudal y la fuerza de esta al llegar allá.

Los del pueblo de Pimenio tuvieron que acostubrarse a la escasez en tiempos de estiaje, allá por los meses de noviembre a junio… y
Pimenio, mi tío Pimenio, ahora solo recuerda el golpe en la boca que
le dío el Señor don don Tacuache, el del peblo de la Calabaza, que por poco hace que seahogara en una hermosa laguna ahora solamente presente en el recuerdo de los pobladores.

 

 

Un viaje con la Muerte


 
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Daniel era en ese entonces un muchacho que como todos los de su edad, acostumbraba ir a otros pueblos a ver a las jóvenes.

Ese
día era la fiesta de uno de los poblados cercanos por lo que fue en
busca de sus amigos con quienes había quedado de verse. Ellos tenían
novia en ese lugar y él, un tanto tímido, solo quedaba en la intención
y se tenía que conformar con esperarlos hasta que ellas se fueran a su
casa y ellos a encontrarse con él aunque, eso sí, le encantaba
acompañarlos.

La
plaza del pequeño pueblo no era muy grande y la de gente de allí
acostumbraba caminar alrededor del pequeño kiosco: Las mujeres en un
sentido y los hombres en otro, de tal forma que inevitablemente se
encontraban de frente unos con otros.

Francisco
y Luis eran sus amigos -en realidad unos muy buenos amigos- y el trío
de jóvenes eran cómplices en travesuras y aventuras. De vez en cuando
surgía una pequeña discusión entre ellos y se molestaban , pero siempre
terminaban buscándose.



Eran las cinco de la tarde y Daniel llegó al portal de la casa de Sabino a la salida del pueblo donde habían quedado verse.

-Hola Luis, buenas tardes, ¿no ha llegado Pancho verdad?

-Pues
no, ya tengo esperándolos desde hace rato. ¡Quedamos que nos veríamos a
las tres y media pues hay que llegar temprano! ¿porque siempre tardan
tanto?

-¡Ya
hombre, no exageres, allá viene Francisco!, además, si llegamos
temprano siempre hemos de esperarte pues te arreglas mas que mis
hermanas.

Francisco llegó agitado y disculpapándose y se fueron caminando rumbo a la salida del pueblo.

El
pequeño poblado tenía cuatro salidas, una a cada punto cardinal. La de
norte y sur eran las que comunicaban con la mayoría de los lugares
cercanos y salían a los caminos mas recientes; las las de oeste y este
eran los caminos viejos a los que llamaban camino real y eran las
salidas principales de tiempos de las haciendas. Esos dos caminos otrora empedrados eran ahora unos caminos descuidados, bordeados con unas gruesas cercas de piedra de aproximademente
unos cuatro metros de espesor. Eran caminos anchos y llenos de curvas
que subían pequeñas cuestas. Estaban bordeados de añosos árboles en
algunos lugares y pasaban bajo altos peñascos que daban cierto toque de
tétricos cuando caía el sol y empezaba a salir la luna

En tiempos de las haciendas servían para comunicarse entre sí: Era común ver a los caporales
de estas arreando un gran hato de vacas y una gran manada de caballos,
pero ahora, solamente quedaban los relatos de esto de los abuelos junto
con los recuerdos de aquellos tiempos que pasaban relinchando como
potros salvajes en sus cabezas con claros hilos de plata.

Así se fueron bromeando, aveces correteando entre sí, otras dejando escapar feos improperios de sus bocas.

Apenas andaban por los 15 años.



Llegaron
temprano al poblado y se dirigieron a la plaza. Todo era bullicio y
vendimia y la plaza estaba repleta de gente. En las calles aledañas a
esta encontraban puestos de todo tipo: De frituras, dulces, tacos,
tamales… mas allá, frente a la iglesia de arquitectura barroca se veía
la rueda de la fortuna y el resto de los juegos mecánicos.

Pedro y Francisco habían quedado de verse con sus novias en la puerta de la iglesia así que se dirigieron allí. Daniel
se sentó en una banca de la plaza y se puso a ver el lento caminar de
la gente. Algunas muchachas le sonreían pero él tímidamente bajaba la
cabeza y clavaba la mirada en el piso de adoquín… era demasiado tímido.

Pasaron
las horas, llegó el momento que debían regresar pero sus amigos no
llegaban. Estaba aburrido y durante todo el tiempo se conformó con
mirar pasar a las muchachas que le sonreían: Eso era suficiente para el
y pensaba que a pesar de todo se había divertido.

Un
tanto molesto porque sus amigos tardaba prefirió tomar el regreso solo,
ellos estaban con sus novias y seguramente tardarían mucho mas, los
comprendía pero el ya se había aburrido.

Se
levantó y se fue caminando lentamente por entre las calles empedradas
del lugar, guiando sus pasos a la carretera. Si regresaría solo era
mejor y mas seguro hacerlo por la carretera aunque tal vez tardaría mas.

Al llegar a esta se fue caminando por la orilla.

Tenía
diez minutos que había dejado atrás el poblado y caminaba sumido en sus
recuerdos. -¡Cuantas chicas me sonrieron el día de hoy- pensaba.

De
pronto, a lo lejos vio que se paró un coche con la luz interior
encendida: No dio importancia y continuó su tranquilo caminar bajo el
cielo estrellado de una tranquila noche. Sintió un vuelco en el pecho
pero tampoco dio importancia.



Al
llegar al coche vio a una hermosa mujer ya madura, de unos treinta años
mas o menos. Un vestido negro cubría su cuerpo y un velo del mismo
color que hacía de mascada tapaba su cuello aunque dejando ver parte de
sus pechos. Su pelo era mas negro que la noche, corto; su piel era muy
blanca y tenía unos enormes y bellos ojos negros y profundos adornados
por grandes pestañas. Tenía unos labios hermosos rojos y delgados en
los que se dibujaba una bella sonrisa que mostraban unos dientes
perfectos y blancos.

Daniel bajó la mirada como siempre lo hacía y continuó su marcha.

La puerta del coche estaba abierta y dejaba ver unos pies y unas piernas hermosas.

-Ven, muchacho- le dijo.

El jovencito
desconcertado paró y regresó: No entendía que podía necesitar de el una
mujer así, posiblemente su coche se había descompuesto pero, ¿qué podía
saber el de eso ?

-¿A donde vas caminando solo bajo la noche? ¡es peligroso el lugar y más para un jovencito como tú!.

-Voy a la Hacienda del Molino, es mi pueblo, vengo de Tiríndaro. Fui con mis amigos pero ellos no llegaron y preferí regresar yo solo. ¿Que mas puedo hacer?

-Está muy lejos ese lugar y es peligrosa la noche -respondió ella- ¿quieres que te deje a la entrada?.

El
muchacho subió al coche sin saber qué contestar pues las palabras no
salían de sus labios. Solo atinaba a mirar las torneadas piernas de la
mujer que le inspiró intranquilidad y deseo.

Las
palabras de la mujer eran dulces, pausadas y le infundían confianza
pero el deseo era mucho al solo verla y su corazón estaba acelerado. No
atinaba a decir nada en lo absoluto impactado por la mujer y por como
se sucedían las cosas para el.

Ella
levantó más el vestido dejando ver unos muslos blancos y hermosos, le
tomó la mano izquierda y se la colocó en la entrepierna. El muchacho
sentía morir de deseo y no se pudo resistir.

-¿Como
puedo estar yo con una mujer tan hermosa, madura y que me trata de esta
forma…? ¡Qué suerte tengo, cuando cuente esto a los muchachos no me
creerán!

Un poco mas adelante la mujer paró el coche a la orilla de la carretera solitaria.

El
silencio era tal que solamente se escuchaba la respiración agitada de
ambos. A lo lejos se escuchaba el canto de una lechuza que revoloteaba
entre las ramas del árbol bajo el cual se habían estacionado.

Las
manos del muchacho recorrían el cuerpo tibio de la mujer con emoción y
escuchaba su propio latido y el jadeo de ella, no sabía describir sus
sensaciones y pensaba que eso era lo mejor que le podía estar
ocurriendo. Así pasó a ser hombre con el cuerpo hermoso de una bella
mujer desconocida.

Se apartó lentamente, un poco avergonzado por lo que había ocurrido.

-No
te sientas así- le dijo ella al oído-, ya eres un hombre y me da mucho
gusto haber sido yo la primera mujer en tu vida pero también seré la
ultima que estará contigo cuando tengas que irte de este mundo, tenlo por seguro.

El muchacho sintió un horrible escalofrío, ella lo atrajo ante sí y lo abrazó.

Dame el último beso de esta noche -musitó la hermosa mujer.



El muchacho cerró los ojos y la abrazó emocionado sintiendo en el pecho una extraña sensación.

Sus labios se toparon con una repugnante boca parcialmente desdentada y con un fétido aliento.

Abrió
sus párpados y lleno de pavor vio una cara descarnada con unos ojos
enrojecidos a punto de salirse de unas profundas cuencas que lo miraban
fijamente como si quisieran penetrarlo, no pudo soportar mas y perdió el conocimiento.

A la mañana siguiente despertó a la orilla del camino de la entrada del pueblo y cubierto con un velo velo rojo.


La Mentira de un Hijo y la Muerte de Un Padre


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Por llegó fin llegó el final de la secundaria y la plática constante y mas
recurrente entre nosotros era qué rumbo daríamos a nuestras vidas. Yo ya había decidido estudiar en la ciudad de Morelia aunque todavía no tenía claro la carrera por la que lucharía.

Mi rancho no tenía escuela secundaria por lo que todos los muchachos teníamos que ir a un pueblo cerca del nuestro para hacerlo. Como
en todos lados sucede, aunque mi pueblo era y sigue siendo pequeño y
toda la gente se conoce, no todos los muchachos eran amigos entre sí. Por supuesto que yo tenía mi grupo de amigos, pero la mayoría quedaba aun en la escuela y de mi grado en realidad no tenía a nadie por lo que yo tomé mi rumbo de forma distinta a los otros chicos de mi rancho que al igual que yo terminaban.

Supe que algunos se fueron a la escuela Forestal de Uruapan para terminar desertando e irse trabajar como braceros a Estados Unidos. Dos se fueron también a estudiar a Morelia, pero a diferencia mía,
ellos podían pagar una renta y vivir cómodamente –por lo menos Juan-,
mientras que yo tuve que vivir en una Casa de Estudiante: Al final
terminaron abandonando la preparatoria para irse también a Estados
Unidos.



-Eduardo, quiero que te
vayas a estudiar a Morelia pues mi deseo es que seas un gran médico. Tu
sabes que la vida del campo es difícil y yo no quiero que pases la vida
como yo levantándote temprano para cultivar las tierras y dar de comer
y ordeñar vacas. Piensa que es mejor lo que quiero para ti. Esto decía don Melesio a su hijo tan querido.

Don Melesio era un rico ganadero, dueño de unas doscientas cabezas de ganado que pastaban en una extensa propiedad suya en el cerro. Era dueño también de un sinnúmero de parcelas de la Ciénega, las tierras más productivas de la región y una gran cantidad de caballos.

Era
un hombre delgado, de bigote abultado y de frente amplia, con poco pelo
que semejaba el color del algodón que cubría con un sombrero. Era un
hombre que acostumbraba imponerse y dominar, acostumbrado a tener lo
que deseaba y su deseo era que su único hijo fuera un gran médico.

Tenía
tres hijas pero la idea de el siempre fue que las mujeres debían
casarse y tener muchos hijos y cuidar al marido a quien deberían obedecer ciegamente: Para eso eran mujeres y quien manda es el hombre, -acostumbraba decir.

-Padre,
tu sabes que ya no quiero estudiar pero haré todo lo posible por
complacerte, sin embargo debes saber que estudiar será caro para ti y
será un gran sacrificio para mí por el tiempo que debo dedicar a la escuela y porque francamente no me gusta.

Eduardo
era un chico bromista y de personalidad extrovertida a quien le
encantaban las fiestas y las pintas de la escuela. Frecuentemente se le
veía con un grupo de amigos allá
por el depósito de agua, en los confines de los terrenos de la
secundaria o bien, allá por los vallados de esta o más allá de los
límites, llenos de árboles de capulín y de sauces llorones sin que le
importaran mucho los regaños de sus maestros.

Don
Melesio era un hombre orgulloso y lleno de ambiciones para su hijo,
aunque más que eso, era el orgullo de ser el padre de un médico pues en
el poblado nadie tenía una profesión y menos había abogados o doctores.

Terminó la secundaria y Eduardo se fue a cumplir los sueños de su padre quien vendió una vaca
y le dio todo el dinero a su hijo. Después de todo, que importaba
gastar lo que fuera, lo importante era darle a Eduardo todas las
comodidades posibles y todo el dinero que le pidiera con el fin de ser
el padre de un gran médico que además, velaría por su salud.

Eduardo
se fue a Morelia a estudiar la preparatoria en la Universidad
Michoacana y rentó un pequeño departamento en el centro de la ciudad,
nada barato por cierto, nada barato –después de todo mi padre tiene
mucho dinero y ha insistido en mi comodidad –pensaba.

Las
primeras semanas el muchacho se esforzó intentando poner todo su empeño
en la empresa encomendada por su viejo padre, sin embargo, con el paso
de los días su entusiasmo por el estudio fue decayendo. Se hizo cotidiano dejar de asistir a las clases y mas frecuente verlo con sus amigos en el centro o en los cines.

Estaba en el turno de la tarde

Al principio faltaba a las primeras clases cada viernes para con el paso de las semanas dejar de ir ese día e irse a su pueblo y regresaba a Morelia los domingos por la tarde.

Como
era obvio, la flojera y la irresponsabilidad de Eduardo se tradujeron
en poco rendimiento escolar, de tal forma que al paso del primer
semestre si acaso pasó Educación física y el resto fueron reprobadas.

-Y ahora, que diré a mi padre –se preguntaba.

Este
pensamiento lo estuvo atormentando y allá, muy adentro de su corazón
sentía un poco de compasión de la desilusión que su padre se llevaría si lo supiera, además, el ya no podría vivir de otra forma que no fuera como la que se había acostumbrado.

Las
fiestas con los amigos y sus tardes de juergas podían aguantar un poco
más, total, si reprobaba el año no le diría a su padre y haría un año
de más: Podría decirle que la prepa era de tres años en lugar de dos
como era en aquel entonces. Al final terminó por reprobar el año y decidió que las cosas las tomaría con mucha calma y que dejaría que se dieran como tendrían que darse.


Llegaron las vacaciones de junio y el muchacho se fue a su rancho. Cuando llegó a su casa don Melesio lo recibió lleno de alegría y orgullo:

-¿Cómo te fue hijo, seguramente todo bien con la escuela verdad?

-Claro papá, un poco pesado y difícil pero pasé al segundo año, solo que a partir de ahora la preparatoria será de tres.

-No
importa de cuantos años sea la escuela, lo que importa en realidad es
que eres un buen estudiante, un buen muchacho y además, mi orgullo –le
respondió.

El
muchacho se dirigió a la cocina donde su mamá terminaba de hacer la
comida y estaba a punto de servir la mesa. Ella contenta de ver a su
hijo dejó lo que estaba haciendo y lo abrazó emocionada aunque él un tanto frío respondió el abrazo con poco entusiasmo.

Las vacaciones las pasó prácticamente holgazaneando:

Por las mañanas su costumbre era ver la televisión y tirarse en la cama; por las tardes salía con los amigos del pueblo.

Prefería quedarse en casa que ayudar a su padre en las labores del campo argumentando que debía
estudiar y su padre prefería que se quedara pues creía más importante
que su hijo invirtiera el tiempo instruyéndose. Además, cómo un futuro
médico iba a ensuciarse y gastar su sus vacaciones entre el lodo y los animales.

Terminaron las vacaciones de verano y se llegó el tiempo en que tenía que regresar.

Pasó un año más y sucedió lo mismo:

Las
tardes se convirtieron en idas al cine con los amigos, descuidando por
completo la escuela hasta que terminó el año escolar y no pasó del
primer grado, sin embargo decía a su padre que todo iba bien .

Pasaron tres años.

El
había terminado por dejar de asistir a la preparatoria pero no quiso
decirlo a don Melesio para no desilusionarlo. Se sentía presionado
aunque la vida que llevaba no le desagradaba.

-Papá, debo comprar unos libros que son muy caros, podrías darme dinero- le decía frecuentemente.

-Claro que sí hijo,- le respondía su
padre y terminaba vendiendo una vaca para darle el dinero a su querido
hijo motivo de su orgullo, quien en realidad quería el dinero para
organizar una fiesta o invitar a los amigos al cine.

La verdad es que el muchacho ya estaba harto de fingir y de mentir pero tenía miedo a la reacción de su padre, además, total, se lo diría la siguiente ocasión que fuera a su casa.

Terminó la preparatoria y llegó el momento en que supuestamente ingresaría a la facultad de medicina.

Don Melesio presumía orgulloso a su hijo, el futuro gran médico que lo cuidaría al final de sus días.

Pasaron
los años y el muchacho nunca se atrevió a confesarle a su progenitor
que había dejado la escuela, que en realidad nunca había estudiado, que
no había hecho la preparatoria y menos aun había cursado la carrera de
medicina.

-Hijo
¿porqué no quieres estar en la entrega de las cartas de pasante- le
dijo cierto día, no quieres acaso que yo valla?, tu sabes que eres mi
gran orgullo.

-¡No
es eso papá!, lo que pasa es que no le veo sentido ir a una ceremonia
donde solo nos dan un papel que en realidad no dice nada. Eso no quiere
decir que por haber terminado la escuela ya sea médico. Todavía debo
hacer mi internado rotatorio de pregrado que es un año en un hospital y
luego un año de servicio social, después de eso te prometo que
aceptaré la fiesta que quieres.

La
mentira del muchacho llegó a hacerse insostenible, no podía seguirla
ocultando por tantos años y lamentaba haberla dejado crecer. Sabía que
sería mas dolorosa cuanto mas tarde se revelara y se arrepentía de no haber sido honesto. Entendía que su padre sufriría una gran decepción ¡ No sabía que hacer!.

Siguió posponiendo la revelación de la verdad para un día después y cada vez era más dolorosa.

Entendía que lo que hacía no tenía nombre y que las cosas se deben afrontar lo más pronto posible.

-Comprendo
ahora que los plazos terminan por cumplirse y que el futuro tarde o
temprano llega para hacerse presente –solía decirse.

Cuando Eduardo “terminó” el quinto grado de la carrera don Milesio se dirigió a este y de forma solemne le dijo:

-Hijo, te haré una fiesta aquí en la casa e invitaré a todo el pueblo y a toda la gente que quiera venir a ella.

-Papá, no es necesario, no quiero fiesta –le contestó el muchacho.

-¿Cómo me pides que no la haga si es lo que mas he esperado?, además eres mi orgullo

-Es que tengo algo que decirte, no la merezco en realidad.

-¡No me digas lo que tengo que hacer, quiero que sepan todos que mi hijo es médico, no me quites esa alegría!

Pasaron dos años más, dos años de tormento constante y no tuvo la valentía para afrontar el problema que había creado.

Realizó un examen recepcional simulado y llegó el día de la fiesta.

El
padre organizó una misa y una comida que culminaría con un baile por la
tarde. Habría mucha comida y mucho vino por lo que mató dos vacas y
tres puercos.

Se realizó la misa y se dirigieron a la casa.

El patio estaba repleto de mesas y el alcohol corría en abundancia, la alegría del padre no podía ser mayor.

El muchacho se sentía avergonzado consigo mismo, no se había atrevido a confesar la verdad ¿Cómo era posible que se hubiera hecho una misa por el?

Se
sentó a la mesa con su padre quien orgulloso hablaba de su amado
vástago mientras su madre orgullosa también, se dedicaba a coordinar
que la fiesta saliera bien y a atender a la gente.

El muchacho se levantó de la silla.

-A donde vas hijo, quiero que estés conmigo en este día de felicidad -le dijo el padre.

-Regreso en un momento papá – contestó, voy por mamá para que se siente con nosotros.

-Está bien pero no tardes -respondió el padre alegremente.

Inició la comida entre risas y buenos augurios para el nuevo y único médico nacido en ese lugar. El señor empezó a comer y mordisqueaba contento un hueso de la comida. De pronto, se
llevó las manos al cuello y su rostro se tornó morado. No podía hablar
y la respiración le era imposible. Parecía que los ojos se saldrían de
su lugar y babeaba de forma abundante. No podía hablar.

-¡Llamen al su hijo que es médico! – alguien atinó a decir.

El
muchacho corrió hacia su padre quien señalaba el plato de su comida y
su cuello intentando decir algo. El hijo espantado no sabía qué hacer
por lo que lo tomó en sus brazos. Un hueso se había atorado en la garganta de su padre y el señor murió de asfixia. El hijo solo atinó a decir: ¡Padre perdóname, te mentí, no soy médico! y cayo de rodillas llorando desconsolado como un niño.

Cuatro Generaciones Atrás



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Siempre me gustó, al igual que a todos los niños del mundo, escuchar cuentos, anécdotas y relatos.

Mi costumbre era pasar la mayor parte del día con mi tío Gabriel cuando yo apenas tenía unos cuatro o cinco años. En ese entonces aun no iba a la escuela y él tenía que cuidar las vacas de mi abuelo. A él le encantaba inventar historias para mí y hacer trompos para que yo jugara.

Escuché tantos inventos, que esperaba ansioso día tras día, por lo que apenas salía el sol ya estaba dando lata en la casa de mi abuelo deseosos de escuchar una nueva historia, o bien, que me repitiera otra vez las mismas pues igual, de todos modos me encantaba escucharlas. Sin embargo, recuerdo una en especial que mi padre me contaba por las noches, una que me hizo reflexionar concienzudamente y que me ha hecho hasta la fecha, sentir un nudo en la garganta y un vuelco en el pecho.

EL HIJO QUE TERMINÓ CON UNA HISTORIA QUE SE REPETIRÍA POR SIEMPRE.

… No sé el tiempo en que esto pasó pero sí sé que ocurrió cuando mi bisabuelo era pequeño.

Había un niño que era muy querido por su padre quien le daba todo lo que podía pero, sobre todo, le enseñó a amar a sus semejantes y a comprenderlos en sus necesidades y su dolor por lo que era un muchacho ejemplar en su conducta, su moral y sobre todo, amaba a su padre.

Día con día salían al campo, ayudaba a su papá en los trabajos diarios de este y en el cuidado de sus animales.
Con el paso de los años ese niño se hizo un muchacho sano y se enamoró y decidió hacer su familia. Se casó con la mujer que amaba.

Su padre fue envejeciendo como envejece todo y sus fuerzas se acabaron como termina todo. Este muchacho vivió siempre en la casa de su padre y lo adoraba, sin embargo, a su esposa le molestaba cargar con los achaque de un viejo que además, le causaba repugnancia. Un anciano termina siendo como un niño y necesitando los mismos cuidados que este: había que ayudarle a caminar, sacarlo al sol, a veces, darle de comer en la boca… eso era ya insoportable. Cierto día, la esposa del muchacho ya cansada de esto le comentó:
Tu padre ya es viejo y solamente es una carga para nosotros, al fin, tú te vas todo el día y solamente lo ves cuando llegas por las tardes, pero yo tengo que aguantarlo todo el tiempo, creo que ya es justo descansar de esto, debes deshacerte de él así que mañana que regreses de trabajar lo irás a tirar al campo.

El muchacho quería demasiado a su esposa y debía hacer lo qu esta le pedía aunque le doliera en el alma, por lo que al día siguiente, cuando llegó del campo, tomó un cesto, de esos con los que se cosecha el maíz y hay que cargarlo en la espalda con dos cintas de cuero que pasan por los hombros y se cruzan en el pecho.

Metió a su padre en este cesto de mimbre de carrizo y lo cargó.
Por el campo pensó que, total, su padre ya era viejo y que él amaba demasiado a su esposa como para perderla.

A la orilla de la vereda que conducía al cerro encontró una gran piedra y tres árboles que daban sombra: Eran las seis de la tarde y el sol estaba a punto del ocaso. Se paró a descansar, volteó y observó a su padre que fijamente lo miraba con dos lágrimas cayendo de sus ojos pero no dijo nada. El muchacho sintió lástima pero era necesario deshacerse de su padre para conservar a su esposa. Volvió cargar el cesto y emprendió el camino al cerro donde abandonó a ese padre un día tan querido por el pero ahora un estorbo. Ese camino no tendría regreso para aquel viejo que un día dio tanto amor pero la felicidad de su hijo era más importante que todo.

Con el paso de los años, ese muchacho tuvo un hijo al que le dio amor y buenos consejos: Le enseñó a amar a sus semejantes y a sentir el dolor ajeno para poder comprenderlos.
Siguieron pasando los años y murió su mujer por lo que solo se quedó con su hijo.
Su hijo creció y se hizo un muchacho. Un día este joven muchacho conoció a una mujer, se enamoró y decidió casarse y llevarla a vivir a la casa de su padre.

Cierto día, la mujer cansada de cuidar a un viejo al que había que ayudar a caminar, a sacarlo al sol, a vestirlo y a darle de comer en la boca le dijo a su esposo: Tu padre ya está muy viejo y yo tengo que cuidarlo, al fin tú no estás aquí la mayor parte del día pues te vas temprano y regresas tarde.
Si me quieres, el día de mañana cuando llegues quiero que lo vayas a tirar al cerro.
Al día siguiente el muchacho tomó un cesto de esos que se usan para cosechar maíz y metió ahí a su padre y se fue rumbo al cerro.
Sentía que su carga pesaba demasiado y en su pecho sentía un profundo dolor. A la orilla del camino vio dos árboles y al pie de estos una gran piedra. Quiso descansar, eran las seis de la tarde y el sol estaba a punto del ocaso.

Volteó a ver a su padre quien lo miraba fijamente sin decir nada, solamente le resbalaban dos lágrimas por las mejillas. Padre, créeme, me duele mucho lo que hago pero amo a mi esposa, si no lo hago me dejará ¿Puedes comprenderme?
Te comprendo bien hijo mío y sé lo que es el amor a una mujer.
Yo amé tanto a tu madre que un día me pidió deshacerme de tu abuelo y lo tuve que hacer. En este mismo lugar también descansé y vi dos lágrimas caer de dos ojos que llenos de ternura me miraban.

Esta es la historia que se repite ahora y se repetirá por siempre, hasta que alguien que tenga verdadero amor la rompa. Sé que lo debo pagar.

El muchacho no pudo más y abrazó a su padre. Cargó sobre su espalda el cesto y regresó a su casa. Pidió a su mujer se fuera para siempre y el cuidó a su padre hasta que murió dos años después en su lecho. Con el tiempo este mismo muchacho conoció a una mujer, se casó con ella y tuvo un hijo a quien le enseñó el amor a sus semejantes, a sentir el dolor de las personas, a ayudarlas y a comprenderlas.

Este hijo un día creció, se casó y tuvo tres hijos que una tarde tuvieron que llorar la muerte del abuelo, ese anciano bueno que tanto amor les dio y se preguntaban:
¿Por qué tienen que morir los abuelos?
Y el hijo se preguntó ¿Por qué tengo que perder a mi padre?…