Cuatro Generaciones Atrás



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Siempre me gustó, al igual que a todos los niños del mundo, escuchar cuentos, anécdotas y relatos.

Mi costumbre era pasar la mayor parte del día con mi tío Gabriel cuando yo apenas tenía unos cuatro o cinco años. En ese entonces aun no iba a la escuela y él tenía que cuidar las vacas de mi abuelo. A él le encantaba inventar historias para mí y hacer trompos para que yo jugara.

Escuché tantos inventos, que esperaba ansioso día tras día, por lo que apenas salía el sol ya estaba dando lata en la casa de mi abuelo deseosos de escuchar una nueva historia, o bien, que me repitiera otra vez las mismas pues igual, de todos modos me encantaba escucharlas. Sin embargo, recuerdo una en especial que mi padre me contaba por las noches, una que me hizo reflexionar concienzudamente y que me ha hecho hasta la fecha, sentir un nudo en la garganta y un vuelco en el pecho.

EL HIJO QUE TERMINÓ CON UNA HISTORIA QUE SE REPETIRÍA POR SIEMPRE.

… No sé el tiempo en que esto pasó pero sí sé que ocurrió cuando mi bisabuelo era pequeño.

Había un niño que era muy querido por su padre quien le daba todo lo que podía pero, sobre todo, le enseñó a amar a sus semejantes y a comprenderlos en sus necesidades y su dolor por lo que era un muchacho ejemplar en su conducta, su moral y sobre todo, amaba a su padre.

Día con día salían al campo, ayudaba a su papá en los trabajos diarios de este y en el cuidado de sus animales.
Con el paso de los años ese niño se hizo un muchacho sano y se enamoró y decidió hacer su familia. Se casó con la mujer que amaba.

Su padre fue envejeciendo como envejece todo y sus fuerzas se acabaron como termina todo. Este muchacho vivió siempre en la casa de su padre y lo adoraba, sin embargo, a su esposa le molestaba cargar con los achaque de un viejo que además, le causaba repugnancia. Un anciano termina siendo como un niño y necesitando los mismos cuidados que este: había que ayudarle a caminar, sacarlo al sol, a veces, darle de comer en la boca… eso era ya insoportable. Cierto día, la esposa del muchacho ya cansada de esto le comentó:
Tu padre ya es viejo y solamente es una carga para nosotros, al fin, tú te vas todo el día y solamente lo ves cuando llegas por las tardes, pero yo tengo que aguantarlo todo el tiempo, creo que ya es justo descansar de esto, debes deshacerte de él así que mañana que regreses de trabajar lo irás a tirar al campo.

El muchacho quería demasiado a su esposa y debía hacer lo qu esta le pedía aunque le doliera en el alma, por lo que al día siguiente, cuando llegó del campo, tomó un cesto, de esos con los que se cosecha el maíz y hay que cargarlo en la espalda con dos cintas de cuero que pasan por los hombros y se cruzan en el pecho.

Metió a su padre en este cesto de mimbre de carrizo y lo cargó.
Por el campo pensó que, total, su padre ya era viejo y que él amaba demasiado a su esposa como para perderla.

A la orilla de la vereda que conducía al cerro encontró una gran piedra y tres árboles que daban sombra: Eran las seis de la tarde y el sol estaba a punto del ocaso. Se paró a descansar, volteó y observó a su padre que fijamente lo miraba con dos lágrimas cayendo de sus ojos pero no dijo nada. El muchacho sintió lástima pero era necesario deshacerse de su padre para conservar a su esposa. Volvió cargar el cesto y emprendió el camino al cerro donde abandonó a ese padre un día tan querido por el pero ahora un estorbo. Ese camino no tendría regreso para aquel viejo que un día dio tanto amor pero la felicidad de su hijo era más importante que todo.

Con el paso de los años, ese muchacho tuvo un hijo al que le dio amor y buenos consejos: Le enseñó a amar a sus semejantes y a sentir el dolor ajeno para poder comprenderlos.
Siguieron pasando los años y murió su mujer por lo que solo se quedó con su hijo.
Su hijo creció y se hizo un muchacho. Un día este joven muchacho conoció a una mujer, se enamoró y decidió casarse y llevarla a vivir a la casa de su padre.

Cierto día, la mujer cansada de cuidar a un viejo al que había que ayudar a caminar, a sacarlo al sol, a vestirlo y a darle de comer en la boca le dijo a su esposo: Tu padre ya está muy viejo y yo tengo que cuidarlo, al fin tú no estás aquí la mayor parte del día pues te vas temprano y regresas tarde.
Si me quieres, el día de mañana cuando llegues quiero que lo vayas a tirar al cerro.
Al día siguiente el muchacho tomó un cesto de esos que se usan para cosechar maíz y metió ahí a su padre y se fue rumbo al cerro.
Sentía que su carga pesaba demasiado y en su pecho sentía un profundo dolor. A la orilla del camino vio dos árboles y al pie de estos una gran piedra. Quiso descansar, eran las seis de la tarde y el sol estaba a punto del ocaso.

Volteó a ver a su padre quien lo miraba fijamente sin decir nada, solamente le resbalaban dos lágrimas por las mejillas. Padre, créeme, me duele mucho lo que hago pero amo a mi esposa, si no lo hago me dejará ¿Puedes comprenderme?
Te comprendo bien hijo mío y sé lo que es el amor a una mujer.
Yo amé tanto a tu madre que un día me pidió deshacerme de tu abuelo y lo tuve que hacer. En este mismo lugar también descansé y vi dos lágrimas caer de dos ojos que llenos de ternura me miraban.

Esta es la historia que se repite ahora y se repetirá por siempre, hasta que alguien que tenga verdadero amor la rompa. Sé que lo debo pagar.

El muchacho no pudo más y abrazó a su padre. Cargó sobre su espalda el cesto y regresó a su casa. Pidió a su mujer se fuera para siempre y el cuidó a su padre hasta que murió dos años después en su lecho. Con el tiempo este mismo muchacho conoció a una mujer, se casó con ella y tuvo un hijo a quien le enseñó el amor a sus semejantes, a sentir el dolor de las personas, a ayudarlas y a comprenderlas.

Este hijo un día creció, se casó y tuvo tres hijos que una tarde tuvieron que llorar la muerte del abuelo, ese anciano bueno que tanto amor les dio y se preguntaban:
¿Por qué tienen que morir los abuelos?
Y el hijo se preguntó ¿Por qué tengo que perder a mi padre?…

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